lunes, 28 de septiembre de 2009

Las Ventanas

Extendió la mano. El aire fresco de mañana urbana le sugería que buscara un refugio cálido de aquel frío amanecer. El gemido quejoso del 93 le respondió el gesto solitario y se subió a un colectivo fantasma, cuyo único ocupante era un chofer que podría haber sido facilmente el hermano gemelo del jinete sin cabeza. ''Uno con veinticinco, por favor,'' le sonrió amablamente al conductor. El vacío del transporte lo acogió y le sugirió cariñosamente (con el trato del que se encuentra con un viejo amigo con mucha frecuencia desde hace ya mucho, mucho tiempo) que ocupara aquel lugar en la ante última fila del fondo a la izquierda, al lado de esa ventana, por la cual había visto una ciudad transformarse. Viendo pasar las calles y avenidas borrosas, recordaba como era antes el viejo barrio, sus gestos familiares y vecinales perdidos en un subibaja despiadado que sólo quiere enriquecerse, sea a costa de tradicionales edificios, verdes plazas de aire puro, y cuanto obstaculice su fijo y destructivo andar civilizador.

Ya cuando recordaba que en aquella avenida vivía un antiguo personaje del barrio, esa loca linda cuyos cuentos fantásticos eran siempre objeto de dudosa veracidad, el omnibus suspira suavemente una frenada, la parada se vacía y ese ambiente ajeno al frío, vidriera de ciudad, retoma su marcha cotidiana. Con las primeras luces del sol, el colectivo flota con indiferencia por las avenidas.
Qué raro, como lo miraba ese viejo. Parecería que lo conociera, pero a él no le sonaba. ''Uno veinte,'' dijo, cansado, mal dormido, con el peso de un maletín abrumador que parecía (y más aún a esa hora) lleno de martillos, mientras hacia equilibros para alimentar a la máquina de monedas. Encima con una finísima ironía, la caprichosa máquina le exigía fríamente que volviera a insertar la moneda de veinticinco centavos, todo para escupirle con rencor otra moneda de cinco centavos. En el fondo estaba ese viejo, que entre largas miradas perdidas por la ventana, lo miraba a él con una suave persistencia que lo incomodaba. Esos ojos verdes que si bien nublados y casi muertos, tenían en esa mañana helada una manera de agregar a los escalofríos que él sentía. Estaría loco, pobre viejo, o quizá enfermo, mucho no cambia, seguramente sus familiares lo habrían abandonado en un geriátrico. Bueno, basta, en fin, era necesario dejar de distraerse con estas cosas y empeñarse en la fastidiosa tarea que no había podido terminar anoche. Es más, sería mejor hacerla bien, a ver si finalmente podía conseguir aquel ascenso que tanto ocupaba su mente, y que tanto obsesionaba sus sueños. Y si conseguía el ascenso, estaría tanto mejor posicionado que ese viejo, como para jubilarse con comodidad, no tener que andar andando en colectivos a esta hora sino tener un buen auto, hasta quizá de lujo, una casita bien ubicada en el sur, o por ahí una chacrita en las afueras de... Se felicitaba interiormente por su astucia estratégica, y se sumergió nuevamente en sus papeles.
A todo esto, el freno molestamente chillante de la agotada máquina de transporte. El choque violento de la puerta hidráulica con la pared del colectivo, seguramente producto del desliz de algún mecánico que por pereza o por desinterés (o por las dos cosas), no la quizo arreglar como la gente.
''Buen día. Uno veinte, por favor.'' Cómo le gustaba viajar en bondi a esa hora. Habían dos personas nada más, un señor mayor en el fondo que levantó la mirada para fijarse en el nuevo ingresante y, al verlo, se volcó nuevamente contra la ventana, con una triste sonrisa que le pareció un tanto nostálgica. Al otro pasajero ya lo tenía de vista, un tipo serio de unos cuarenta y pico, que se revolvía entre sus papeles con un nerviosismo profesional. Mientras se sentaba adelante, en la tercera fila y al lado de la ventanilla, se prometía que jamás terminaría así, así de serio, de importante, de económico. No, él sería diferente, tenía un propósito, y estaba convencido. No, así como aquel señor nunca. Nunca. El haría todo lo posible e imposible para hacer feliz a la gente, de regalarles su música. Si, por esa razón pensaba seguir una carrera de composición musical, o dedicarse de lleno al conservatorio, pese a la fuerte resistencia de sus padres, que le sugerían con un aire obligatorio que estudiara algo que le rindiera, una carrera seria. Serio! Se reía. No, él no, nunca. El mundo iba a conocer su música, iba a llorar y reir con sus adagios y allegros, de esto estaba convencido.
Como una escuela de peces, se dispersó por un momento esta construcción de sueños que venía haciendo, interrumpido por el alarido simpático que pegó el colectivo al realizar una nueva pausa en su determinado camino.
Los rayos del sol ya empezaban a entrar triunfantes en la ciudad, forzando el repliegue derrotado de las sombras de la noche. ''Hola señor. Uno con veinte, por favor.'' Llevaba una mochila más grande que él, llenísima con el agradable peso de un puñado de libros fantásticos. Su paso energético lo llevo a elegir un lugar detrás del chico grande, que por la pinta, seguramente estaría yendo a la universidad o algo así. Se sentó con un salto, y acomodándose en el asiento y después de observar con curiosidad la barba del señor del fondo, giró hacia su izquierda. Mientras miraba por la ventana dibujando con sus dedos sobre el vidrio grandes castillos y palacios dignos de reyes orientales, donde en Villa Urquiza habían casas y edificios bajos, silbaba desprolijamente una melodía inocente. Una melodía que parecía acompañar la lenta pero segura penetración del sol en la ciudad, al tanto que los edificios le sugerían sombras que con el movimiento del colectivo, le ofrecían una danza mística exclusiva para él, que continuaba silbando despreocupadamente. En eso, notó que el señor de traje y corbata levantaba la mirada de su papelerío y lo miraba sorprendido, con una mirada verde perdida, que le suplicaba con tristeza y añoranza que siguiera silbando. Se volvió hacia la ventana, y despues de ensayar un breve intento de comprender la mirada del pobre señor de traje y corbata, retomó sus obras arquitectónicas dibujadas sobre esa tela dinámica de edificios en transición.

Una lagrima del viejo del fondo cae silenciosamente sobre el piso del colectivo.

El chofer pega un grito de desagradable sorpresa, y se agacha protegiéndose con las manos. En una lenta danza cruel, comienza el caos. Se escucha un bocinazo, un último grito espantoso de los frenos. Confundido, el omnibus se vuelca hacia la izquierda, llevándose puesto un poste de luz y siendo atacado por un monstruo de camión por la derecha, que con su macabra ferocidad se devora todo lo que encuentra en su camino, luces, asientos, maletines, todo acompañado por el ruidoso sonido disonante del metal aplastado, quemado y quebrado. El señor de traje es arrojado contra una ventana cortada y asesina, el chico de la mochila es ahogado en el cuero quemado de los asientos desquiciados, todo mientras el colectivo rueda con espanto sobre su costado izquierdo. Bajo la tonelada de hierro ardiendo y al lado de una llanta de camión, el joven da un último esfuerzo heróico antes de colapsar. El humo, el fuego, el olor a gasolina, la pila caótica de metales amorfos y después las sirenas, son todos protagonistas desdichados de una sucesión anárquica de violencia y destrucción.

Algunas horas más tarde, con el sol de una tarde ya en retroceso, el chofer se recupera del accidente en el sanatorio. Piensa, con un aire de tanto pena como de optimismo, que podría haber sido peor, que podría haber sido en pleno mediodía y que podrían haber muerto muchas personas, y que, por desgracia y buena fortuna, murió el único pasajero de aquella mañana, un viejo solitario que siempre se sentaba al fondo.

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